14 de septiembre de 2008

¿Qué es una fiesta?

Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas
«Donde el amor se alegra, ahí hay una fiesta»
(Crisóstomo)


El texto que presento a continuación corresponde a Josef Pieper, quien realiza una reflexión sobre: la fiesta. Pieper lleva al lector a la comprensión del significado de una fiesta desde una perspectiva que engloba una visión tradicional del mundo, tradicional no en el sentido de algo pasado que ha sido superado, sino en el sentido primigenio, es cierto, el sistema capitalista ha destruido, ha deformado y alterado todas las hechos o formas vitales del ser humano actual, la visión economicista del mundo, de los seres humanos y sus relaciones sociales, ha destruido lazos vitales y espirituales.


* * *

Un impaciente diría: ¡Vamos! ¿No sabe ya todo el mundo lo que es una fiesta?. Y no le faltaría algo de razón al hablar así. «Yo solamente lo sé mientras nadie me lo pregunte; en cuanto intento explicárselo a alguien que me interroga, ya no lo sé.» Esta frase de las Confesiones de Agustín expresa con exactitud nuestra dificultad, aunque en su contexto propio no se refiera al concepto de fiesta. Se trata de formular en palabras precisas lo que todos sabemos ya y damos a entender en nuestro lenguaje común. Hoy en día somos «interrogados» con insistencia no sólo acerca de lo que es una fiesta, sino aún más sobre los prerrequisitos humanos de su realización.

«Lo difícil no es celebrar una fiesta, sino encontrar quienes se alegren con ella.» El hombre que hace ya casi un siglo anotaba esta idea era Friedrich Nietzsche; lo genial en él reside, como una vez más se pone aquí de relieve, en una extremada sensibilidad para lo que se revela de modo encubierto. La frase citada significa que la fiesta se halla en vías de hacerse imposible, pues resulta bien claro que no por «poderse celebrar» ya se convierte una fiesta en fiesta.

Pero «celebrar una fiesta» ¿no es lo mismo que «concederse un día bueno»?. Y ¿no lo entendemos todos así?. Todos también debemos estar dispuestos a responder a otra serie de preguntas algo más profundas: ¿Qué es «un día bueno»?; ¿existe tal cosa?; ¿no será acaso el día de trabajo el único «día bueno»?.

Nadie puede dar una respuesta a esas preguntas sin una concepción precisa del hombre. Lo que está sobre el tapete es la consumación de la existencia humana y en qué forma ha de realizarse. Es inevitable, pues, que entre en juego la idea que uno tiene del «último destino» del hombre, llámese «vida eterna», «bienaventuranza», «paraíso», etc. Como bien sabemos, nuestra tradición designa este fin supremo y consumación de la existencia humana por el nombre de visio beatifica, «visión beatífica» o, en otras palabras, «contemplación dichosa». Ello quiere decir que el grado más alto a que puede llegar nuestra existencia, la perfección pura y simple de nuestro hacer vital, la satisfacción definitiva de todo deseo y la participación sin reservas en la plenitud de vida adoptan la forma de visión; o, por expresarlo más exactamente, que todo eso se realiza en la percepción contemplativa de la causa primera y divina del mundo.

Por lo demás, la tradición general a este respecto se remonta a épocas mucho más lejanas que las del cristianismo e incluso, con bastante probabilidad, a tiempos prehistóricos. Algunas generaciones antes de Platón, el griego Anaxágoras respondía así a quienes le preguntaban para qué había nacido: «Para contemplar.» En el Banquete platónico, Diotima se expresa en palabras bien claras acerca del concepto de visión beatífica: «Si la vida vale para el hombre la pena de ser vivida, es porque puede contemplar la belleza divina y, de esta suerte, alcanzar la inmortalidad».

Mas no se trata aquí únicamente de escatología, no sólo se dice algo sobre la plenitud final de la existencia «en el más allá». Se habla también, al propio tiempo, del hombre corporal e histórico, afirmando que por naturaleza aspira a ver, encontrando en ello su reposo. También en su existencia terrena la suprema felicidad humana adquiere la forma de visión, de contemplación. «Preferimos ver a toda otra cosa.» Así reza una de las primeras sentencias de la Metafísica de Aristóteles. Y Pierre Teilhard de Chardin se sitúa en la misma tradición cuando, en su memorable y sorprendente prólogo al libro El fenómeno humano, que lleva por título Ver, declara que toda la vida viene a contenerse en la visión y que toda la historia del cosmos se reduce a «la elaboración de ojos cada vez más perfectos».

De ahí debemos concluir que en el concepto de fiesta entra por necesidad algún elemento de contemplación. Ésta no se entiende como esfuerzo de una mente argumentadora, sino como «simple mirar» de la razón; no como inquietud del pensamiento, sino como descanso de la vista interior en aquello que se le descubre. Aquí se relaja la tensión de una mirada sin la cual no es posible lograr nada práctico. El campo visual se amplía, desaparece la preocupación por el éxito o fracaso de nuestro obrar y el alma se toma hacia su objeto infinito, percibiendo el grandioso horizonte de la realidad, que nunca podrá recorrer por entero.

La pura diversión, el «jaleo», no hace la fiesta; en cambio puede muy bien echarla a perder. Esto no significa, ni mucho menos, que la fiesta sea sólo contemplación y recogimiento, lo cual iría en contra de toda nuestra experiencia. A pesar de ello, nos mantenemos firmes en la convicción de que, para celebrar genuinamente una fiesta, es preciso sazonarla con esta particular especia: una actitud de espera, con los ojos bien abiertos para mirar a través y, por decirlo así, «al otro lado» de lo que a ellos se ofrece de modo inmediato aun en lo propiamente «festivo» de la celebración; un espacio de reflexión silenciosa en lo más hondo de uno mismo, para poder «oír».

La oposición entre día festivo y día laborable o, por mejor decir, el concepto de «día de descanso» nos aporta algunos datos más sobre la esencia de la fiesta. Ese descanso no es solamente una pausa «neutral» que vendría a insertarse como un eslabón en la cadena del tiempo de trabajo. Representa también una «pérdida» de productividad. Cuando asentimos al reposo de un día festivo y lo llevamos a efecto, renunciamos al rendimiento de una jornada de trabajo. Y precisamente esta renuncia se ha considerado siempre como un elemento esencial de la fiesta. Un determinado lapso de tiempo útil pasa a ser, según lo entendía la antigua Roma, «propiedad exclusiva de los dioses». Al igual que se separa del rebaño una res para destinarla al sacrificio, se entresaca un espacio de tiempo disponible sustrayéndolo a todo «aprovechamiento». Así, este descanso denota no sólo cesación del trabajo, sino también ofrenda de una parte de la productividad. No se da en él una mera ausencia de provecho; es algo parecido a un sacrificio y, por tanto, lo más opuesto que cabe imaginar a toda noción de provecho. En esto último se nos revela de manera inopinada un nuevo aspecto del día festivo: la fiesta es esencialmente un fenómeno de riqueza; no de dinero, sino de una riqueza existencial. A su idiosincrasia pertenece el no contar ni calcular, y aun el derroche.

Por supuesto, se echa de ver aquí también el peligro de que la fiesta degenere en una insensata y excesiva disipación del producto del trabajo, por ejemplo cuando se dilapida y malgasta en un solo día lo ganado con esfuerzo durante todo el año. Se trata de algo bien real, como ya sabemos. Con razón puede decirse que en cada fiesta hay «por lo menos un germen de exceso». Pero definir la fiesta como le paroxysme de la société, como inmersión en el caos «creador», es no acertar el núcleo de la cuestión.

Esto es válido de todos modos; el dominio exclusivo de una mente calculadora o comercial imposibilita no sólo cualquier desbordamiento, sino la fiesta misma. Las formas de ostentación que se dan en el mundo del trabajo están calculadas y, por ello, nada tienen de festivo. La plétora de luces que adornan nuestros comercios en época de Navidad no deja de ser, en definitiva, un lujo mezquino, sin verdadero «brillo». Aquí viene bien a cuento el certero comentario de G.K. Chesterton a propósito de los anuncios luminosos de Times Square, en la nocturna Nueva York: «¡Qué cosa tan magnífica para quien tuviera la suerte de no saber leer!».

Naturalmente, tampoco puede uno pensar que haya que realizar todo acto de renuncia y ofrenda, por decirlo así al tuntún. Al fin y al cabo, la expresión «tiempo precioso», cuando nos referimos al tiempo de trabajo, no es un vano formalismo, sino algo en extremo significativo. ¿Cómo, pues, se le puede ocurrir a alguien sacrificar sin una razón bien plausible eso que le es precioso?. Si profundizamos un poco en los motivos de tal conducta, nos sorprenderá el descubrimiento de una notable analogía con el otro aspecto del descanso, el aspecto contemplativo de que antes hablábamos. Así como el logro de la contemplación, por ser ésta visión de lo que se ama, presupone cierto vínculo no sólo intelectual sino directamente existencial con la realidad, una armonía íntima del hombre con el mundo y consigo mismo, así también el acto de la libre ofrenda únicamente puede esperarse si a su vez brota de una conformidad radical con la creación visible, asentimiento difícil de designar, como ya decíamos, por otro nombre que el de «amor». Nadie renuncia a algo si no es por amor.

Nuestra alérgica sensibilidad a las palabras grandilocuentes nos impide, quizá referirnos a la fiesta como a un «día de regocijo» o «de alegría». Sin embargo, no le llevaríamos la contraria a quien, en términos más modestos, la calificara al menos de «cosa halagüeña». Una fiesta es, en efecto, un día en que los hombres se alegran. Ahora bien, la alegría es algo subordinado, secundario. La apetencia de alegría no es más que el deseo de tener motivo y ocasión para alegrarse. Ese motivo, si existe, viene antes que la alegría y es distinto de ella. El motivo es lo primero, la alegría lo segundo. Aunque el motivo para alegrarse revista un sinnúmero de formas concretas, en el fondo es siempre el mismo: que uno recibe o posee lo que ama, ya de una manera real, ya esperada o evocada. La alegría es amor exteriorizado. Quien nada ni a nadie ama no puede alegrarse de veras, por desesperadamente que lo ansíe. La alegría resulta de que a alguien que ama le toca en suerte la cosa o persona amada. La estructura interna de la auténtica fiesta aparece formulada del modo más claro y conciso en esta incomparable sentencia del Crisóstomo:
Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas, «Donde el amor se alegra, ahí hay una fiesta». Ahondando todavía un poco más en el tema, podemos preguntarnos cuál habrá de ser exactamente la índole de ese motivo que posibilita la alegría de la fiesta y, por tanto, la propia fiesta. Caeríamos en un necio simplismo pretendiendo que meras «ideas» puedan dar pie a la celebración de una verdadera fiesta. Para ello se necesita algo más: al que la celebra, a él mismo, debe acontecerle algo real. Ni siquiera la idea de la libertad apasionaría por sí sola a los hombres hasta el punto de incitarles a celebrar una fiesta. Más bien lo lograría el hecho concreto de ser liberado, con tal que ese suceso, si sucedió hace tiempo, tenga una actualidad real en el día de la fiesta. Lo pasado no puede festejarse a menos que la conciencia existencial de la colectividad que lo celebra se sienta así de algún modo ennoblecida y realzada, no en una pura reflexión histórica, sino en virtud de una realidad que continúa influyendo históricamente. Si la encarnación de Dios deja de entenderse como acontecimiento que interviene de modo directo e inmediato en la existencia presente del hombre, en esa medida será imposible y aun absurdo festejar la navidad.

Josef Andreas Jungmann declaraba no hace mucho que la fiesta como institución es algo derivado, mientras que su «forma original» se da en la celebración inmediata de un suceso concreto; nacimiento, boda, regreso, etc. Mas ¿podría de veras festejar el nacimiento de un niño quien estuviera de acuerdo con Jean-Paul Sartre en que «es absurdo que nazcamos...»?. El que en serio piense que «todo nuestro ser es algo que haría mejor en no ser» no está en condiciones de «celebrar» ningún nacimiento como tampoco un cumpleaños, ni a los cincuenta ni a los setenta, ni el suyo propio ni el de otros. Así pues, no basta por sí solo un «suceso concreto» para motivar una fiesta, a no ser que... Sí, en este «a no ser que...» está la clave.

Ello nos remite de nuevo a ese «fundamento de los fundamentos» en virtud del cual los «sucesos concretos» (nacer, casarse, regresar...) se experimentan como recepción de algo que se ama y sin el cual no hay ni alegría ni fiesta. Tal es también la opinión de Nietzsche, expresada con toda claridad y «forjada en el dolor», es decir, como fruto de terribles experiencias íntimas donde la desesperación de no poder «alegrarse suficientemente de nada» le resultaba tan familiar como «el decir a todo "sí" y "amén"». La formulación definitiva de este pensamiento se encuentra en sus notas póstumas: «Para alegrarse de algo es preciso aprobarlo todo».

Cualquier alegría festiva nacida de un hecho concreto se basa necesariamente en una aprobación universal, un asentimiento al mundo en bloque, tanto a la realidad de las cosas como a la existencia misma del hombre. Éste no puede experimentar el gozo particular de la posesión de lo amado si el mundo entero y la existencia como tal no son para él también algo «bueno» y «digno de amor».

¿Será necesario recalcar que la aprobación de que aquí hablamos tiene muy poco que ver con un optimismo de fachada o aun con la apacible acogida de puros hechos?. No debemos entenderla como si procediera de una abstracción de lo que hay de negativo en el mundo; más bien sería oportuno decir que lo serio de esa aprobación radica precisamente en su enfrentamiento con el mal histórico. Su carácter es tal que puede llegar a exigir el martirio, llevado hasta la suprema reducción al silencio bajo la férula de un poder asesino. Al interpretar teológicamente el Apocalipsis se ha dicho que lo específico del mártir cristiano es que de sus labios no brota ni una sola palabra en contra de la creación divina; pese a lo que le sucede, encuentra «muy bueno» todo lo existente; por tanto, es aún capaz de alegrarse y, en lo que de él depende, de celebrar una fiesta. Quien al contrario, por bien que le vayan las cosas, niega su aprobación a la realidad como tal, no conoce ni lo uno ni lo otro. Para este hombre no hay fiesta posible. Y cuanto más dinero posea o, sobre todo, de más tiempo libre disponga, tanto mayor será su desesperación ante esa imposibilidad. La fiesta vive de la afirmación. Si solemnidades como un funeral, el día de difuntos o el viernes santo pueden considerarse como fiestas, es por la certeza íntima de que el mundo y
la existencia en conjunto están en equilibrio. Si faltara un «consuelo», el concepto de «celebrar
funerales» sería contradictorio y absurdo en sí mismo. Y ¿qué es el consuelo sino una forma de alegría, eso sí, la más silenciosa?.

Ha llegado el momento, creemos, de corregir la equiparación que suele hacerse de los conceptos «festivo» y «alegre». Sigue siendo cierto que la fiesta sólo adquiere su auténtico carácter cuando el hombre sanciona con su alegría la bondad del ser. Quizá en ninguna ocasión se nos manifieste esa bondad tan claramente y con fuerza tan emotiva como en el brusco trastorno que experimentamos ante una pérdida o una muerte. No de otro modo se entiende el famoso dístico de Hölderlin (a propósito de la Antígona de Sófocles): «Muchos intentaron en vano decir con alegría lo más alegre / Y por fin a mí se me declara, aquí mismo, en el dolor».

No es pues de extrañar que resulte arduo reconocer ambas cosas, la conformidad y disconformidad con lo existente, tanto a los ojos del observador externo romo, acaso también, a los de la propia conciencia.

1 comentario:

INTERCAMBIO FILOSÓFICO dijo...
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