4 de julio de 2007

Fines de la Educación

La presente entrada reproduce un fragmento de la obra PEDAGOGIA de EMILIO BARRANTES donde se enumera algunos FINES GENERALES de la Educación:


a. Desarrollo de Aptitudes.

El término desarrollo es uno de los que corresponden mejor al sentido de la educación. Se expresan con él las características principales de un proceso que parte de una base dada de mano y que favorece el desenvolvimiento natural de dotes ya existentes, hasta lograr el mayor grado posible de eficiencia. Lo primero que importa es, entonces, descubrir las aptitudes del educando; lo segundo, estimular su desarrollo. Una labor de este género puede aparecer, a quien la considere con ligereza, de importancia secundaria, puesto que, por existir ya las aptitudes y por tratarse sólo de un desenvolvimiento natural, podría suponerse qu esto último ocurra aún sin ayuda exterior. La realidad, sin embargo, demuestra lo contrario. Un niño es incapaz de distinguir sus aptitudes sobrsalientes de las que no lo son y carece de toda posibilidad para encauzarlas debidamente. Por otra parte, las aptitudes tienen que aplicarse a formas de actividad que se han ido perfeccionando a lo largo de los siglos, de acuerdo, con principios y métodos eficaces y para la consecusión de fines que concilian los intereses sociales con los intereses individuales. Si falta esta ayuda inteligente y sistemática, el ser corre el peligro de anular sus dotes más estimables o de contar con ellas en su mínima expresión; la vida que podríamos llamar de eficiencia social, se trunca, y la personalidad misma sufre los efectos de una atrofia que solo la educación puede evitar.
b. Perfeccionamiento armónico
La educación se entiende también como perfeccionamiento, y esta acepción es una de las más cabales, pero conviene tener presente que en el ser humano se distinguen diversos áspectos, algunos de los cuales puede ser estimado con exceso, en detrimento de los otros. El predominio de la educación física, por ejemplo, puede restar posibilidades al desarrollo pleno de la inteligencia y al revés, una educación exclusivamente intelectual es un peligro para la salud y el desarrollo del cuerpo. Cualquier género de desequilibrio como el que acabamos de indicar, es artificioso. De allí que la educación deba procurar un perfeccionamiento lo más armonico posible del ser. La educación física, la educación moral y la educación intelectual tienen analoga importancia y deben merecer, de parte de la escuela, los mismos cuidados.

En Grecia se alcanzó esta vida armoniosa. Nunca se logró conciliar mejor todo aquello que, por brotar de la misma fuente humana, debería mantener su unidad. El cuerpo y el espíritu lo individual y lo social requieren, pues, la misma dedicación atenta por parte de los educadores.
c. Formación de la personalidad.
Cada ser humano posee un conjunto de caulidades biopsiquicas muy particulares que le otorgan una individualidad inconfundible. Desde temprana edad manifiesta ya determinadas preferencias y modos de ser que se van acentuando con el tiempo. Seguramente solo en el curso de la tercera infancia hay una linea continua. Entre los doce y los diecisieis años, aproximadamente, se produce la crisis de la adolescencia que se caracteriza, entre otras cosas, por un caos interior, pero pasada esta etapa se acusa una definición de la personalidad, que alcanza su cumplimiento total en la edad adulta.


La educación tiene que defender, en primer lugar, al personalidad en formación del niño y el adolescente, de toda fuerza que tienda a deformarla o que impida su libre desarrollo; y, en segundo termino, debe crear un ambiente propicio y multiplicar los estímulos para que se obtenga el máximo desenvolvimiento de las cualidades positivas, en tanto que decrezcan las de orden negativo.
d. Autoeducación y autodominio.
La ayuda y la dirección que se prodigan al educando no tendrían razón de ser si éste se bastase a sí mismo. Es a causa de su incapacidad y de su inexperiencia, que funciona todo un sistema dedicado, tanto a auxiliarlo en aquello que le es necesario, como a prepararlo para que haga buen uso de los propios poderes sin ayuda ajena. A medida que se efectúa el crecimiento aumenta correlativamente la autosuficiencia y tiene que disminuir, en análoga proporción, el apoyo exterior. Exagerar la ayuda o prolongar indebidamente, constituye un peligro que quizá tan grande ocmo el de no emplearla en absoluto, porque en vez de formar un hombre libre y dueño de sí mismo, se reduce el ejercicio de la voluntad, se alienta la timidez y se mantiene dependiente de fuerzas ajenas a quien debería regir su vida sólo por decisiones propias.


La educación debe continuar fuera de las aulas, pero ya no por obra del maestro sino del mismo educando. Naturalmente, éste es un proceso que debe iniciarse en el hogar y en la escuela, de modo que los padres y los maestros tengan que hacer cada vez menos y los jovenes cada vez más respecto de sí mismos, hasta que los primeros abandonen toda intervención y los últimos asuman su propio gobierno y la responsabilidad que se deriva de ello, por entero. Importa mucho, por supuesto, que quienes egresan de los centros educativos sean capaces de seguir un camino de perfección por el esfuerzo personal y que, puestos a elegir entre lo bueno y lo malo, se inclinen en el sentido del bien, sean cuales fueren las circunstancias en que se vean obligados a hacerlo.


Mientras se alcance más pronto esta capacidad, será mejor para todos. Pero lo que conviene destacar es el hecho de que la educación debe formar este tipo de hombre, respetando la libertad de los alumnos no menos que su dignidad y su personalidad aplaudiendo sus iniciativas, permitiendo y aún estimulando su intervención en la marcha de la comunidad educacional y otorgándoles una responsabilidad cada vez mayor.


Un eminente educacionista ha dicho que el autodominio es "el fin ideal de toda educación". No se concibe, en efecto, cómo puedan alcanzarse los otros fines de la obra educativa sin éste. Lo fundamental es el poder que se llega a adquirir para dirigirse y dominarse independientemente de otras personas. La continuación de una línea recta durante la vida, la capacidad de vencer los obstáculos que se oponen a la realización de una empresa y de lograr los triunfos que se anhelan, el honor y la virtud, solo son posibles merced al autodominio.
e. Eficiencia social
El hombre tiene que adoptar una forma de vida que concilie sus propias características con las de la sociedad a que pertenece y debe, por otra parte, adquirir los conocimientos y la técnica que le sirvan para atender a la satisfacción de sus necesidades y lo conviertan en un ser útil a los demás. Llamamos a todo esto eficiencia social.
Es ya muy importante el hecho de que un hombre contribuya al bienestar general y se baste a sí mismo, pero las relaciones entre individuo y sociedad no pueden mirarse sólo desde un punto de vista económico o de utilidad mutua. Conviene que el alumno se habitúe a un género de convivencia pacífica y cordial, en que la solidaridad predomine sobre los encontrados intereses personales y en que la comunidad escolar sea efectiva. El juego de derechos y deberes recíprocos, el respeto a los démas, el altruismo, la conciencia social, la tolerancia, tienen que se estimulados durante el proceso educativo, hasta el punto de constituir notas distintivas de la vida en común. Se trata de formar al hombre social, en el mejor significado que pueda darse a esta expresión, y de elevar la forma y el sentido de la convivencia humana.
f. Cultura
Por supuesto, la cultura es un fin de la educación digno de ser colocado entre los primeros. El hombre nace dentro de un ambiente espiritual que es el resultado de un trabajo incesante y de imnumerables aportaciones de quienes constituyen una nación, sin olvidar el aporte cultural de pueblo a pueblo, ya sea en una se aprovechan los dones de la cultura objetiva, enriqueciendo con ella la personalidad de cada adlumno y favoreciendo la formación de su propia cultura, en un proceso que empieza en la escuela pero que sólo puede terminar con la vida misma.


Extraido de: BARRANTES, Emilio. Pedagogía. Lima. Stylo. 1950. pp. 47-51

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